31 July 2018

Hoy lloré en el desierto

29/Jul/2018. Hoy lloré en el desierto.
Ongi Monastery.

La vida me ha enseñado que cuando quieres algo chingón hay que talonearle. Las experiencias hasta el momento en Mongolia son muestras vivas de ello. Parece que cada obstáculo se ha visto recompensado por al menos un evento que me ha dejado boquiabierto. Simplemente llegar al desierto del Gobi fue toda una travesía, y vaya que ha valido la pena.

Salimos del campamento 1 alrededor de las 9am, sin jamás volver a ver una carretera construida por el hombre. Si para llegar al campamento 1 me cuestioné cómo hacía Bataa para saber hacia dónde iba, para llegar al campamento 2 me lo pregunté unas 10 veces (y para el campamento 3 y 4 fueron 100 y 1000 veces, respectivamente, aunque ya tengo algunas posibles hipótesis). Decir que íbamos por un *camino* de terracería sería una exageración y posiblemente un halago para la tierra que apenas mostraba algunas huellas de llanta aquí y allá. Claramente nos perdimos varias veces y, aunque no me lo decían abiertamente, las reversas y los más intensos intercambios de ideas entre Bataa y Gaana hacían evidente que no íbamos en la dirección correcta.

Después de unas tres horas, llegamos finalmente a lo que parecía una duna, la cual mantuvimos por otra hora y media a nuestro lado izquierdo. Más tarde me enteraría de que, sí, esa duna era el principio de un desierto blanco de arena y más arena que se extendía a cientos de kilómetros hacia el sur-suroeste. En el camino encontramos, como desde el día anterior, vacas y caballos y cabras pastando, pero ahora también camellos. Claramente pertenecían a alguien porque portaban unos moños distintivos de colores en las orejas. Quizás por eso me llamó la atención que todos estos animales pastaran libremente, sin que hubiera necesariamente algún vestigio de civilización humana cerca. En algún momento nos encontramos con una mezcla de burrito sabanero y cebra que pastaba solo. Nos acercamos para verlo mejor y se dio a la fuga, así que empezó la carrera entre predador y presa hasta que pudimos verlo mejor para luego dejarlo ir. Todo esto duró 3 minutos a lo mucho pero me pareció un episodio completo de algún programa del National Geographic. Nunca supimos bien a bien qué animal era.

Llegamos al campamento 2. Nos recibieron, como ya se va haciendo costumbre, con té de leche, galletitas y terrones de azúcar. Esta familia tiene un niño y una niña de unos 4 y 2 años, muy bonitos, además de simpáticos. No conocí a la mamá pero el papá, el abuelo y la tía eran todos guapos. A pesar de que saben que no hablo mongol, me hacían preguntas en su idioma, que supongo esperaban que de algún modo entendiera o que Gaana tradujera, y todo el tiempo me miraban fijamente a los ojos.

Fui a mi ger a dejar mis cosas. Lloviznaba y hacía mucho viento. En eso llegó una manada de camellos y se estacionaron justo afuera. Los miraba desde mi cama, y me acosté un rato a descansar mientras los veía hacer nada más que rumiar. La cama me quedaba chica, cosa que al día siguiente Gaana contaría al abuelo, por lo cual me pediría disculpas, "sorry, sorry", las únicas dos palabras en inglés que le oí decir. Me preparé para ir a hacer un paseo en camello, aprovechando que tenían que llevarlos a tomar agua. Alguna vez en el Thar había montado a camello, aunque creo que esos eran de una sola joroba, dromedarios, dirá algún necio. En todo caso, no recuerdo que tuvieran la joroba tan caída. Me enteré que en la medida que van consumiendo sus "reservas" de agua y comida, se les van cayendo. Y sí, en cuanto tomaron lo que parecieron 100 litros de agua de un riíto entre las dunas, que parecía apenas agua de lluvia, se endurecieron de nuevo. Hermosas bestias, se veían increíblemente mansas, pero parece que no lo son tanto, más en estos lares en donde el agua y la comida a veces escasea, y por lo mismo les ponen desde pequeños un ganchillo que les atraviesa la parte blanda de la nariz, como un arete, de donde amarran las riendas, lo que ayuda a los jinetes a controlarlos en caso de que se alebresten.

Regresamos al campamento y fui a caminar hacia las dunas escuchando a Ed Sheeran y The Fray y Coldplay y Jason Mraz (hey, andaba de romántico). Y lloré. Me sobrecogieron el viento, la arena en mis ojos, el atardecer, la llovizna. La vista de las dunas y los camellos y los gers, y los pensamientos sobre cómo es la vida del día a día en el desierto. Me sentí chiquitito en esa inmensidad, sobre todo recordando los días que tomó llegar hasta aquí. 

Y el cielo. 

En mis lecturas previas al viaje leí en algún lugar que Mongolia tiene los mejores cielos *del mundo*. Posiblemente no se equivoquen. Todos los días, sean soleados o nublados, de noche y de día, los cielos han sido un espectáculo. Por si fuera poco, regresé al campamento y me recibió un doble arcoiris completo. Qué más se le puede pedir al desierto. A un viaje. A la vida (habiendo cubierto al menos las necesidades básicas, claro está, y sobre esto reflexionaré más adelante).

Planeamos ir a las dunas después de la cena, que consistió en alguna cosa poco memorable, quizás unos fideos con soya y algo de carne de res. Nunca imaginé que “ir a las dunas” significara escalar un monstruo de arena de 300 metros de alto (eso dicen, aunque yo pienso que era un poco menos, no por eso menos imponente); de otro modo habría comido menos porque con el estómago lleno cada paso hacia arriba se dificultaba más. Subimos Gaana y yo el primer tercio con relativa facilidad. Dejamos los zapatos en la base y seguimos descalzos. Corrí. Le propuse jugar unas carreras pero no me hizo mucho caso, quizás porque sabía lo que venía. Fue al empezar el segundo tercio, ya con el pulso acelerado, que aprecié mejor la pendiente. He de confesar que, a partir de entonces, dudé más de una vez si podría llegar, aun cuando veía a otros aparentemente más viejos o en peor condición física que venían ya de regreso (luego pensé que quizás nunca llegaron). Para terminar ese segundo tercio tuve que idear distintas maneras de subir, agazapado y escalando con pies y manos, en zigzag, por las huellas que habían dejado otros, por un camino no transitado que parecía más largo pero menos empinado, solo para darme cuenta de que una vez que llegaba ahí, ahora era el lado de donde venía el que parecía menos empinado. Jadeando, me senté a tomar fotos y recuperar el aliento. Y si ya me regreso, pensé, y veía a un señor de unos 55-60 años que seguía intentando subir aunque tuviera que detenerse por unos segundos cada 3-4 pasos. No es la arena, es el viento, me dijo. Al comenzar el último tercio tuve que hacer eso de dar unos cuantos pasos, 8, 10, y parar. Servía para apreciar el panorama porque hacia dónde miraba habían decenas de posibilidades de fotografías de concurso. Un atardecer es un atardecer, aquí y en China, que está a la vuelta, aun cuando esté nublado, aun cuando la arena y el viento te cieguen parcialmente. Veía la cima tan cerca, y pensé otra vez si llegaría y me vino el recuerdo de aquella vez que Daniela y yo subimos el Nevado de Ruiz, pero nos quedamos a escasos 25-50 metros de alcanzar la punta porque, a más de 5,000 metros sobre el nivel del mar, Daniela sentía que le explotaban los ojos (de por sí) y tuvimos que regresar. Entiendo que todo esto suena a que estábamos escalando el Everest, y en retrospectiva no, no fue tan complicado, pero sí fue más pesado de lo que imaginé y posiblemente ese factor sorpresa (y la copiosa cena) jugaron en contra. Finalmente llegué a un sitio a quizás 10 metros de la cima. Aquí ya estaba seguro de que sí llegaría. Solo tenía que sentarme a descansar y agarrar aire, acomodarme el paliacate y la capucha del impermeable para cubrirme la cara y hacer un último esfuerzo. Fue así de una, dos, tres, y pensar en que no serían más de quince pasos, bueno quizás veinte, un gemido de esfuerzo, y llegué. La cima parecía la más alta de entre las cien mil dunas hacia delante. No podía ver bien porque la arena se me clavaba en los ojos y el viento me volaba los lentes si me los ponía, pero con todo y el viento tumbándome y la arena metiéndoseme en cuanto orificio se dejaba, quería sentarme a contemplar lo que pudiera de esas cien mil dunas y del sol que se ponía entre las nubes. Un atardecer es un atardecer.

El descenso fue muy divertido. Bajaba dando de brincos con un pie y con otro, volando, y la arena me abrazaba en cada brinco. Era como esquiar, pero más suave. No había esfuerzo. De todos modos quise parar varias veces porque la arena dorada y el ocaso me gritaban que los fotografiara, y porque no quería que todo acabara. Chistoso que en el descenso también, la última parte fue la más difícil. Primero, porque en lo planito ya no volaba. Y segundo, porque me daba nostalgia pensar que quizás no volvería a ver nunca más las dunas del Gobi, y menos en tal esplendor. 


Apenas llegamos al campamento empezó a llover durísimo. Llovió sin parar toda la noche, y sopló incesante también el viento. Tuve que levantarme de mi colchón, que puse en el piso para caber bien, cuatro o cinco veces en la madrugada a cerrar la puerta del ger, cada vez intentando, en la oscuridad, alguna manera más sofisticada de trabar la puerta para que no la abriera el aire. En la mañana explicó la familia la bendición que era la lluvia para ellos y su ganado y sus camellos. También explicó Bataa la maldición que podía ser para nosotros la combinación de lluvia y caminos de tierra. Habría que ver.

2 Comments:

Blogger Unknown said...

wow

09:54  
Blogger Unknown said...

Lloré contigo, me agité igualito que en el Nevado del Ruiz al estarte leyendo y no... seguramente no será la última vez que estás en Gobi, porque me tienes que llevar!!!

14:45  

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